Pronto oscurecería. Aquel vecindario me era
familiar; sin embargo, no era conveniente caminar por sus calles cuando
arribara la noche. Entonces, lo vi. Era un caserón colosal, hundido en décadas
de dejadez y olvido. Empujé la verja. El antejardín parecía una selva oscura y
asfixiante. Todas las ventanas estaban obstruidas, no se advertían movimientos
dentro. Subí unos cuantos escalones y franqueé la puerta principal. El aire era
viciado y el relente insoportable. Los últimos rayos de sol aún se filtraban
por el techo horadado. En realidad era un caserón retumbante en el que se sentía
el huidizo eco después de cada paso. La antesala, de estilo colonial, era
gigantesca con unas columnas que se sostenían por neta inercia. Mierda de murciélago
y de gato reposaba sobre el embaldosado sucio y desconchado. Densas telarañas y
moho trepando por las paredes. Así como enredaderas y un acervo de maleza
proliferando por todas partes. Vigas derruidas, montones de tejas sobre el
piso. Trozos de periódico embadurnados de mierda reseca, bolsas plásticas,
jeringuillas herrumbrosas, cartones humedecidos. En resumidas cuentas, antiguos
cambuches ya abandonados o, por lo menos, eso pensé hasta que, de repente, en
una de las habitaciones, como emergiendo de un nido de ratas, la cabeza de un
cuasi-individuo aparece. Las cuencas de sus ojos vacías, como un par de
pequeñas madrigueras infernales. Le conozco. Él, también, me reconoce. Hacía
muchísimo tiempo que no entraba a ese lugar. Ahora, al parecer, todos ellos, viven en el subsuelo, como
insignificantes roedores. Me habilita una dosis de fugaz felicidad amarilla. El
tiempo parece plegarse. Me siento en medio de un vórtice, en una tobera
turbulenta. Salgo de la habitación y voy hasta el patio. Un amplio solar
desolado, excepto por un mango que sostiene un columpio oxidado. Se me
humedecen los ojos. Es de noche. Vuelvo sobre mis pasos. Dentro, subo por una
rota escalera de madera que conduce a un constelado cielo de astros titilantes…
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