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lunes, 20 de febrero de 2012

Fragmento Shabat


Pronto oscurecería. Aquel vecindario me era familiar; sin embargo, no era conveniente caminar por sus calles cuando arribara la noche. Entonces, lo vi. Era un caserón colosal, hundido en décadas de dejadez y olvido. Empujé la verja. El antejardín parecía una selva oscura y asfixiante. Todas las ventanas estaban obstruidas, no se advertían movimientos dentro. Subí unos cuantos escalones y franqueé la puerta principal. El aire era viciado y el relente insoportable. Los últimos rayos de sol aún se filtraban por el techo horadado. En realidad era un caserón retumbante en el que se sentía el huidizo eco después de cada paso. La antesala, de estilo colonial, era gigantesca con unas columnas que se sostenían por neta inercia. Mierda de murciélago y de gato reposaba sobre el embaldosado sucio y desconchado. Densas telarañas y moho trepando por las paredes. Así como enredaderas y un acervo de maleza proliferando por todas partes. Vigas derruidas, montones de tejas sobre el piso. Trozos de periódico embadurnados de mierda reseca, bolsas plásticas, jeringuillas herrumbrosas, cartones humedecidos. En resumidas cuentas, antiguos cambuches ya abandonados o, por lo menos, eso pensé hasta que, de repente, en una de las habitaciones, como emergiendo de un nido de ratas, la cabeza de un cuasi-individuo aparece. Las cuencas de sus ojos vacías, como un par de pequeñas madrigueras infernales. Le conozco. Él, también, me reconoce. Hacía muchísimo tiempo que no entraba a ese lugar. Ahora, al parecer, todos ellos, viven en el subsuelo, como insignificantes roedores. Me habilita una dosis de fugaz felicidad amarilla. El tiempo parece plegarse. Me siento en medio de un vórtice, en una tobera turbulenta. Salgo de la habitación y voy hasta el patio. Un amplio solar desolado, excepto por un mango que sostiene un columpio oxidado. Se me humedecen los ojos. Es de noche. Vuelvo sobre mis pasos. Dentro, subo por una rota escalera de madera que conduce a un constelado cielo de astros titilantes…

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