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lunes, 18 de julio de 2011

Simulacros y simulación (II parte) Baudrillard


La irreferencia divina de las imágenes

Para disimular hay que fingir no tener lo que uno tiene. Para simular hay que fingir tener lo que no se tiene. La una implica presencia, la otra ausencia. Pero la cuestión es más complicada, ya que simular no es simplemente fingir: ‘‘alguien que finge una enfermedad puede simplemente ir a la cama y pretender que está enfermo. Alguien que simula una enfermedad produce en sí mismo alguno de los síntomas. ’’ (Littre). Por lo tanto, fingiendo o disimulando se deja intacto el principio de realidad: la diferencia es siempre clara, es sólo máscara; mientras que la simulación amenaza la diferencia entre ‘‘verdadero’’ y ‘‘falso’’, entre ‘‘real’’ e ‘‘imaginario’’. Ya que el simulador produce ‘‘verdaderos’’ síntomas, ¿está él o ella enfermo o no lo está? El simulador no puede ser tratado objetivamente esté enfermo, o no lo esté. La sicología y la medicina se detienen en este punto, ante una verdad de la enfermedad imposible de descubrir. Porque si cualquier síntoma puede ‘‘producirse’’, y no es ya aceptado como un hecho de la naturaleza, entonces toda enfermedad puede ser considerada simulable y simulada, y la medicina pierde su significado ya que ella sólo sabe tratar ‘‘verdaderas’’ enfermedades por sus causas objetivas. Lo sicosomático evoluciona de manera dudosa al borde de un principio de enfermedad. En cuanto al sicoanálisis, se transfiere el síntoma de lo orgánico a un orden inconsciente: una vez más, éste último es considerado real, más real que el anterior; pero ¿por qué debería la simulación detenerse a las puertas del inconsciente? ¿Por qué no podría producirse la ‘‘obra’’ del inconsciente de la misma manera que cualquier otro síntoma clásico de la medicina? Los sueños ya lo hacen.

Por supuesto, el alienista afirma que ‘‘para cada clase de alienación mental hay un orden particular en la sucesión de los síntomas, del cual el simulador no es consciente y por el cual es poco probable que el alienista se deje engañar. ’’ Esto con el fin de salvar a toda costa el principio de verdad, y para escapar al espectro planteado por la simulación. Es decir que las verdaderas referencias y causas objetivas han dejado de existir. ¿Qué puede hacer la medicina con algo que simplemente flota alrededor de la enfermedad, o incluso al lado de la salud, o con la reduplicación de la enfermedad en un discurso que no es verdadero ni falso? ¿Qué puede hacer el sicoanálisis con la reduplicación del discurso del inconsciente en un discurso de simulación que no puede ser desenmascarado, ya que no es falso?

¿Qué puede hacer el ejército con los simuladores? Tradicionalmente, siguiendo un principio de identificación, se desenmascaran y se castigan. Hoy en día se puede reformar a un excelente simulador como si fuera un homosexual ‘‘real’’ o un lunático. Incluso los retiros militares sicológicos vacilan en establecer la distinción entre lo verdadero y lo falso, entre el síntoma ‘‘producido’’ y el síntoma auténtico. ‘‘Si actúa como un loco tan bien, debe estar loco. ’’ Tampoco se equivoca: en el sentido de que todos los lunáticos son simuladores, y esta falta de distinción es la peor forma de subversión. Contra esto, la razón clásica se armó con todas sus categorías. Pero es esto lo que a su vez la desborda, inundando el principio de verdad.

Fuera de la medicina y el ejército, terrenos favorecidos para la simulación, el asunto se remonta hasta la religión y el simulacro de la divinidad: ‘‘Prohíbo cualquier simulacro en los templos porque la divinidad que le da vida a la naturaleza no puede ser representada. ’’ De hecho, si puede. Pero, ¿en qué se convierte la divinidad cuando se revela a sí misma en íconos, cuando se multiplica en simulacros? ¿Sigue siendo la autoridad suprema simplemente encarnándose en imágenes como una teología visible? O ¿es volatilizada en simulacros que sólo despliegan su pompa y poder de fascinación- la maquinaría visible de íconos siendo sustituida por la pura e inteligible idea de Dios? Esto era precisamente lo que temían los iconoclastas, cuya milenaria disputa aún permanece con nosotros. Su ira por destruir imágenes empezó precisamente porque ellos sintieron esa omnipotencia de los simulacros, esa facilidad para borrar a Dios de la conciencia de la gente, y abrumarlos, destruyendo la verdad con lo que sugerían: que en última instancia nunca había existido ningún Dios; que sólo existen los simulacros; de hecho que Dios mismo sólo había sido su propio simulacro. Si hubieran creído que las imágenes sólo ocultaban o enmascaraban la platónica idea de Dios, no hubiera habido razón para destruirlas. Uno puede vivir con la idea de una verdad distorsionada. Pero su desesperación metafísica venía de la idea de que las imágenes no ocultaban nada, y que de hecho no eran imágenes, tales como hubieran sido tomadas del modelo original, sino simulacros perfectos, siempre radiantes, con su propia fascinación. Sin embargo, esta muerte de la referencia divina tenía que ser exorcizada a toda costa.

Se puede ver que los iconoclastas, que son frecuentemente acusados de despreciar y de negar las imágenes, fueron quienes le otorgaron su valor real, a diferencia de los adoradores de imágenes, quienes veían en ellas sólo reflejos y se contentaban con venerar a Dios en segundo grado. Pero también se puede decir lo contrario, que los iconólatras poseían las más inquietas y modernas mentes, ya que por debajo de la idea de la aparición de Dios en el espejo de las imágenes, ellos ya habían promulgado su muerte y desaparición en la epifanía de sus representaciones (las cuales quizás ellos sabían que ya no representaban nada, que eran un mero juego, pero que era éste precisamente el más grandioso juego - sabiendo también que es peligroso desenmascarar las imágenes, ya que éstas encubren el hecho de que no hay nada tras ellas).

Este fue el enfoque de los Jesuitas, quienes basaron su política en la desaparición virtual de Dios y en la manipulación mundana y espectacular de conciencias – la evanescencia de Dios en la epifanía del poder – el fin de la trascendencia, que ya no sirve como coartada para una estrategia completamente libre de influencias y señales. Detrás del barroco de imágenes se esconde el eminente gris de la política.

Quizás así lo que siempre ha estado en juego es la capacidad asesina de las imágenes: asesinas de lo real; asesinas de su propio modelo así como los íconos Bizantinos podrían dar muerte a la identidad divina. A esta capacidad asesina se opone la capacidad dialéctica de las representaciones como una mediación visible e inteligible de lo real. Toda la fe y la buena fe occidental se centran en este juego sobre la representación: que un signo puede referirse a la profundidad del significado, que un signo puede ser intercambiado por significado y que algo puede garantizar este intercambio, Dios, por supuesto. Pero ¿qué si el mismo Dios puede ser simulado, es decir, reducido a los signos que atestigüen su existencia? Entonces todo el sistema se vuelve ingrávido; ya no es nada más que un gran simulacro: no irreal, sino un simulacro, nunca más el intercambio de lo que es real, simplemente un intercambio en sí mismo, un circuito ininterrumpido sin referencia o circunferencia.

Lo mismo sucede con la simulación, en la medida en que se opone a la representación. La representación empieza con el principio de que el signo y lo real son equivalentes (incluso si esta equivalencia es utópica, es un axioma fundamental). A la inversa, la simulación empieza desde la utopía de este principio de equivalencia, de la radical negación del signo como valor, del signo como reversión y sentencia de muerte de toda referencia. Mientras la representación trata de absorber la simulación interpretándola como una falsa representación, la simulación envuelve todo el edificio de la representación de sí misma como un simulacro.

Estas serían las sucesivas fases de la imagen:

- Es el reflejo de una realidad básica.

- Enmascara y pervierte una realidad básica.

- Enmascara la ausencia de una realidad básica.

- No guarda relación alguna con ningún tipo de realidad: es su propio simulacro.

En el primer caso, la imagen es una buena apariencia: la representación es del orden de los sacramentos. En el segundo caso, se trata de una apariencia maligna: del orden del maleficio. En el tercero, juega a ser una apariencia: es del orden de la brujería. Y en el último, ya no está en el orden de la apariencia en absoluto, sino en el de la simulación.

La transición entre los signos que disimulan algo a los signos que disimulan que no hay nada, marca el decisivo punto de inflexión. El primero implica una teología de la verdad y el secreto (a la que la ideología aún pertenece). El segundo inaugura una era de simulacros y simulación, en la que ya no hay ningún Dios para reconocer a los suyos, ya no hay un juicio final para separar lo cierto de lo falso, lo real de su resurrección artificial, ya que todo está muerto y resucitado por adelantado.

Cuando lo real no es lo que solía ser, la nostalgia asume su pleno significado. Hay una proliferación de mitos de origen y signos de realidad; una verdad, objetividad y autenticidad de segunda mano. Hay una escalada de la verdad, de la experiencia vivida; una resurrección de lo figurativo donde el objeto y la sustancia han desaparecido. Y hay una producción de pánico de lo real y lo referencial, por encima y en paralelo al pánico de la producción material. Así es como la simulación aparece en la fase que nos ocupa: una estrategia de lo real, lo neo-real y lo hiperreal, cuyo doble universal es una estrategia de disuasión.


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